En mi casa familiar siempre hemos sido muy pro-cuadros. Quizá es una herencia ornamental de otra generación. Quizá respondiese a casas que, generalmente, eran más grandes que las actuales y a una tendencia decorativa mucho más maximalista. No sé exactamente la razón, pero el caso es que he crecido rodeada de cuadros.
Lo mejor de la mayoría de los cuadros que me rodeaban, es que estaban firmados por nombres familiares. Mi abuelo Luis firmaba el Charlot que colgaba en las escaleras de la primera casa en la que viví. Y mi madre, Kika (así le llaman y así firma siempre sus cuadros), firma varios paisajes y las bailarinas más bonitas que he visto jamás (con permiso del señor Degas).
Cuando era pequeña pintaba mucho. Iba a clases en las que disfrutaba mucho con los pinceles, con los colores, con la creación. Me costaba mucho más entrar en la parte técnica. El momento dibujar una mano o replicar un bodegón se me hacía bola y esos días no disfrutaba nada, la verdad. Cuando más vibraba con lo que hacía era cuando no había reglas.
Esas reglas que, conforme fui creciendo, me impuse a la hora de dividir mi tiempo, en el que no quedó espacio para el disfrute sin más, porque estudiar y aprender idiomas ganaron la batalla a cualquier cosa. Y, la verdad sea dicha, estudiar una carrera como Ingeniería industrial, y dos idiomas a la vez, no te deja mucho tiempo para hobbies que no sean altamente efectivos.
Así que abandoné el mundo de la pintura para centrarme en cosas SÚPER IMPORTANTES. Aunque en mi fuero interno, en ese que nunca se equivoca, en ese encogimiento de tripilla que llegaba sin pensar, sabía que lo echaba de menos y que para mí era tan importante como el respirar.
Hace unos años volví a coger los pinceles. Lo de hacerse mayor y hacerse las preguntas adecuadas (no siempre, ¡ojalá!) está muy bien, al menos en mi caso, para conectar con lo que de verdad nos hace felices, y para no hacernos trampas al solitario.
Yo quería pintar.
Y me regalé hacerlo.
Encontré en el centro cultural de mi barrio el mejor refugio para hacerlo. Cerca de casa, con unas instalaciones increíbles, y con unas profesoras que, si quieres, te dejan a tu rollo absolutamente.
Mi mentalidad de ingeniera quiso comenzar por cuadros que eran fotografías mías. Quería recrear en pintura imágenes que ya me gustaban al natural.
Madre mía ¡qué sufrimiento!. Creo que tardé 5 meses en terminar el primero, y no os creáis que fue un cuadro demasiado bueno. Replicar una fotografía es algo que requiere de mucha disciplina, y yo, que soy disciplinada para muchas cosas en mi vida, no soy capaz de hacerlo en mi pintura.
No soy de replicar un color, o una forma. De querer copiar una imagen original.
Según iba creando, me iba dando cuenta de que, en realidad, lo que a mí me gustaba era crear los míos.
Me movía el crear formas que no intentasen ser algo; colores que no conocía y que difícilmente podría replicar. Me gustaba mancharme, perder la noción del tiempo. Pintar una y otra vez sobre algo ya hecho hasta conseguir lo que buscaba. Y al mismo tiempo no saber lo que buscaba hasta que aparecía delante.
Perder el miedo a lo imperfecto. Porque eso era lo que buscaba. Lo imperfecto según esos estándares que había aprendido. Lo perfecto para mi.
Es curioso, porque cuando vencí ese miedo a lo perfecto, comencé a disfrutar de verdad. Cuando no creaba para gustar. Cuando creaba para respirar. Cuando el resultado era importante pero únicamente para mi.
Ahí está mi camino. La pintura me ayuda a romper esos pasillos infinitos que he ido creado a lo largo de mi vida con normas que me han hecho crecer y evolucionar de una manera correcta, de una manera esperada.
Normas que me han ayudado a forjar la mujer que soy hoy en día (¡que tampoco está mal!), pero que debo desaprender para llegar a la esencia de ese ser.
El arte, la belleza, la creatividad… son vehículos maravillosos para poder acceder a esa esencia. Si les dejas, claro. Si te atreves a romper con esas normas que dictan lo que está bien y lo que está mal, y consigues llegar a aquello con lo que vibras. A aquello que tu tripa te devuelve como un gran SÍ.
Puede que para tí sea la música, la escritura, el deporte, la lectura, la jardinería, la cocina… cualquier vehículo es bueno para expresar tu creatividad. Porque ten claro que la creatividad es algo que tenemos todas, sin excepción. Te invito a que explores en tu interior para encontrar cuál es ese vehículo de expresión para ti si todavía no tienes claro. Date tiempo, no hay prisa.
Yo he necesitado más de 30 años para reencontrarme con él.
Eso sí, ahora ya no pienso soltarlo.
** Mi amiga Andrea me sacó estas fotos en un día de verano que me invitó a pintar a su casa. Puedo asegurar que es el día que más he disfrutado haciéndolo.
Maravilla leerte!! Todavía sigo buscando mi creatividad