No sé si os he contado ya que soy de Bilbao. Bilbao, para las que no lo conozcáis, es una ciudad del norte de España. Eso significa que está rodeada de verde, de montañas, de bosques. También significa que tiene el mar muy cerquita. En este caso, a 20 minutillos en coche o en metro.
Hace ya muchos años que mis padres decidieron que pasáramos los veranos en un pueblo muy cercano a Bilbao. A mi la idea me pareció espectacular porque una de mis mejores amigas veraneaba allí, así que la diversión ya estaba asegurada. Pasé mi adolescencia y mis años de carrera allí, y al terminar decidí que el mundo era muy grande y que las vacaciones las pasaría cuanto más lejos mejor. He viajado mucho y muy bien, pero ahora, con niños pequeños, he sentido la necesidad de volver a mis orígenes (¡y a un tiempo fresquito en verano!) y tengo la tremenda suerte de mantener allí mi base de operaciones.
En ese pueblo hay una playa preciosa, pero no es eso lo que más me gusta. Lo que me conecta de verdad son sus alrededores. Sus acantilados, sus montes, sus caminos llenos de paz y de verde. Sus miradores a un mar siempre fiero, infinito.
Uno de esos miradores que os comentaba es era mi favorito.
A este mirador se llega caminando cómodamente por una carretera vecinal. Está en lo alto de una cuesta que cuesta de verdad, y sólo tienes que apartarte un poquito del camino para poder disfrutarlo.
Se trata de un vértice geodésico que está en lo alto de un acantilado y habré ido hasta allí en busca de una puesta de sol, de sosiego, de alegría, de un amanecer o de recogimiento cientos de veces.
Y cada una de las veces que llegaba hasta él, no podía evitar fijarme en otro punto. Un punto que estaba más abajo, para el que no había un camino. Un punto que estaba sobre una roca que se metía en el mar. Y que, a mí, desde ahí arriba, me parecía peligroso.
Pasé varios años llegando a mi punto favorito, disfrutándolo como una enana, pensando que no había lugar más bello en el mundo, y mirando a la roca que se metía en el mar por el rabillo del ojo.
Hasta que un día decidí ir. A pesar del miedo. A pesar del profundo respeto que me daba bajar hasta allí.
A pesar de no haber camino y de no parecerme un lugar del todo seguro visto desde lejos.
Visto desde lejos.
Me inventé un camino (que luego descubrí que ya estaba hecho desde otro lugar…), atravesé helechos y flores silvestres y llegué al comienzo de mi roca. Vista desde allí era totalmente inofensiva. Había camino suficiente para llegar hasta el final con seguridad, y la vista era infinitamente mejor que la de mi punto de siempre.
Una vez llegada a ese punto encontré un nuevo refugio al que ya no he renunciado. La belleza de ese lugar es de otro planeta.
Belleza sensorial.
La que llega desde el sentido de la vista es obvia.
La del oído, quizá la entendáis mejor con la siguiente foto.
La del tacto me llega de mi roca.
Y la del olfato, viene de esa mezcla de mar y montaña tan difícil de definir.
Por último, la del gusto la verdad es que no me he puesto a explorarla. Chupar la roca ya me parece un poco demasiado.
Cuando me di cuenta del super aprendizaje que había detrás de atreverme a ir al que, en el fondo, sabía que era el punto que quería disfrutar, me sentí una auténtica estudiosa de la vida y le mandé un mensaje a mi querida Sol Aguirre (si no la conoces googlea y flipa. De nada.) para contárselo.
Lo nuevo siempre acojona nos da miedo. Podemos inventar mil excusas razones por las cuales debemos quedarnos en ese sitio en el que sabemos que estamos bien. Pero si por el rabillo del ojo aparece otro sitio, si nuestra tripa nos dice que no es ahí, debemos escucharlo. Porque si no lo hacemos, correremos el riesgo de perdernos ese lugar que sí que nos completa.
Ese lugar en el mundo al que acudir siempre y sentirte bien. En paz.
** Y al final resulta que el camino era bien sencillito aunque no se viera a simple vista. Y también resulta que es el lugar al que llevo siempre que puedo a las personas especiales de mi vida.
Maravilla. Esos acantilados son también mi paz. Algún día viviré cerca de ellos, aunque no me haya atrevido a verlos más que de lejos. Gracias Leire por todas tus cartas y ésta, para mi especial.
Qué bonito Leire! Te veo y me visualizo en esos acantilados escuchando el mar y sintiendo ese olor. Gracias por recordarnos la belleza de la naturaleza.