Es difícil escribir sobre temas banales cuando el mundo se resquebraja.
Por más que quieras seguir adelante y que los medios de comunicación no estén en tu radar habitual, es inevitable sufrir sobremanera por la falta de humanidad que demuestran día a día nuestros semejantes. Es desgarrador.
Por eso pienso que necesitamos lugares a los que agarrarnos cuando ese terror nos invade. Temas banales que nos sirvan de isla a la que acudir cuando todo sea demasiado denso.
Estos días, inevitablemente, me he trasladado a una de esas tierras que ahora lloran. A un viaje por ellas que hice hace unos años, y del que volví enamorada y aterrada a partes iguales. Pero bueno, vayamos a lo que nos ocupa: la belleza.
En ese viaje tuve la suerte de visitar el museo de Israel, en Jerusalem. Es una barbaridad de museo, la verdad. Cuenta con unos restos arqueológicos brutales y con una colección de arte que me dejó con la boca abierta.
Cuando visito un museo suelo hacer fotos a las obras que más me gustan, a partes que me inspiran, a colores que me hacen vibrar. Y claro, esta vez no fue una excepción. De hecho tengo cientos de fotos de ese museo, que he revisitado estos días. Tres de ellas me han llamado la atención especialmente por tener un elemento en común. Las tres son obras increíbles, de momentos históricos diferentes, en las que se retrata a mujeres arregladas. A mujeres adornadas. A mujeres bellas.
¿Alguna vez te has mirado en el espejo antes de salir de casa, te has visto demasiado arreglada y has modificado algo de lo que llevabas?
No sé a tí, pero a mi sí me ha pasado. Quizá era un pintalabios demasiado marcado, unos pendientes demasiado grandes, o un estampado demasiado llamativo.
Un ¿pero a dónde vas? interno que hacía que cambiase algo para pasar desapercibida, para ganarme el derecho a llamar la atención de forma “seria”.
Yo estaba preparada para pensar creer que todo aquello que llama la atención desde el punto de vista de la imagen está vacío de contenido. Es burdo. No vale.
Estaba preparada para creer que una personalidad sólida e interesante se demuestra únicamente desde dentro. Desde un sistema validado por un ente ajeno al que daba toda la potestad, al que me entregaba de forma voluntaria y convencida.
La idea de que una mujer empoderada no necesita adornarse rondaba muy mucho mi cabeza. Y después… bueno, después decidí dedicarme al mundo de la moda porque, en cuanto me permití pensar por mi misma, me di cuenta de que en realidad todas esas convenciones me resultaban ajenas y, porque creo firmemente que la manera en la que te muestras al mundo a través de tu aspecto es importante. Que es una tarjeta de presentación válida y poderosa.
Han sido incontables las ocasiones en las que he visto exposiciones con restos arqueológicos entre los que se podían encontrar piezas de joyería. Desde que la humanidad es tal, los adornos y las pinturas han sido una forma de expresión fundamental que hablan de la sociedad en la que se vivía de una forma inequívoca.
Si observas esas piezas con atención, verás que son un lenguaje universal. Son piezas que podría llevar yo misma aquí en Madrid a día de hoy, una persona en una aldea recóndita en Argentina y otra persona en Tokyo. Son piezas ornamentales que tienen el fin único de hacer sentir mejor a la persona que las porta. Más segura. Y que, por esa misma razón, son válidas para todas.
Las mujeres que me presentan estos cuadros que he rescatado de aquella visita al museo de Israel son poderosas. O, al menos, así las percibo yo.
Y me reconforta pensar que las percibo de esa manera a través de la belleza que me muestran esos cuadros.
Que la belleza es un arma poderosa.
Que la belleza puede estar en una personalidad arrolladora pero también en un collar bien puesto. Que puede venir de una inteligencia desbordante y de una sombra de ojos espectacular. Que querer mostrarnos bellas y bellos es poderoso, porque maximiza lo que ya somos. Lo refuerza. Nos ayuda a mostrarnos sin vergüenzas, sin tapujos.
Kees van Dongen, The princess of Babylon 1904.
Orit Akta, Self Portrait Embalmed in Yemenite Clothes 2019.
Pablo Picasso, Woman in a Turkish costume (1955).
Que la belleza ornamental es igual para todas las personas del mundo. Que ese collar de la princesa de Babilonia lo podría llevar yo, una persona en Guatemala, en Palestina, en Albania o en Israel.
Que algo tan sencillo como esto nos demuestra que son muchas más las cosas que nos unen que las que nos separan. Y que la belleza es una forma de poder maravillosa. Ojalá la usásemos más.
La belleza creo que sale de una persona de su estilo, personalidad, actitud y que se puede completar con una brillo de labios ó rojo, con una estilo chic o deportivo, porque a cada persona la complementa su belleza diferentes cosas.
Desde luego que la belleza es una forma de poder… que se lo digan a Cleopatra ♥️ Qué bonita reflexión! Gracias 🤗