Amo la naturaleza.
Cualquier entorno natural, mar o montaña… en ambos me siento a gusto, me siento feliz, me siento conectada con lo que de verdad importa y alejada de lo accesorio de la vida.
Amo descalzarme y pisar la tierra, el césped. Enraizarme.
Caminar sobre la arena. Sentir sus cambios de rasante y hacerme masajes en los pies.
El tema es que muchas de las veces que trato de disfrutar de esos lugares, se inmiscuye un elemento un tanto, digamos, asquerosete: la basura.
La basura, en forma de botella, bolsa o microplástico, está presente en la gran mayoría de lugares a los que voy. A veces no es muy evidente. Encuentro un envoltorio transparente de caja de tabaco a un lado del camino en el monte. O tiene forma de plástico pequeño, ya redondeado, azul o verde, y aparece en la orilla de la playa.
Otras veces llama la atención como un cartel fluorescente de neón: varias latas de refresco en la arena, o incluso un pequeño vertedero (he de decir que eso nunca lo he visto en España, pero sí en otros países).
Inevitablemente, siempre que me encuentro con algo de basura por los caminos por los que paseo, lo recojo.
Esto no resulta fácil. Recogerlo sí, es secillisimo.
Lo que no resulta fácil es disfrutar de una caminata teniendo que parar cada 5 segundos a recoger algo. Es tedioso y, además, termina separándome del objetivo final de esa caminata, que es disfrutar del paisaje y no pensar.
Porque claro, tener que parar a recoger basura todo el rato te da mucho que pensar. Demasiado.
Mi línea de pensamiento comienza por la típica escena en la que una familia o grupo de amigos está en la playa, comiendo, por ejemplo, unas patatuelas, y viene una ráfaga de viento y hace que algunos envoltorios vuelen. La ráfaga es muy intensa y hace que se vayan muy lejos, y sea imposible recogerlos, ya que han desaparecido completamente de su vista.
Venga vale, nos puede pasar a todos: lo recojo sin problema.
Tras ese pensamiento inicial, llega el de ese niño al que dan un chupa chups después de que lo lleva pidiendo todo el día. Ha sido taaaaan insistente que la idea de darle un caramelo sobre un palo en un entorno rodeado de arena parece la mejor alternativa. Los padres se lo dan y el niño, una vez terminado, deja el palito donde puede.
Ahí ya empiezo a sentir un cosquilleo parecido al enfado. Pienso en que los adultos somos la base de la educación de nuestros hijos; que sí, que es cansado estar pendiente todo el rato, pero que hay ciertos irrenunciables y este es uno de ellos. Que antes de dar a nuestros hijos cualquier cosa debemos advertirles qué hacer en el después, cuando lo terminen. Que ellos están encantados de hacer las cosas bien (bueno, en esta parte idealizada entra mi enfado, no me juzguéis) y que muchas veces somos nosotros los que no les dejamos.
Recojo el palito pero ya me voy encendiendo un poco.
Y, como extremo, puede decirse que termino esa línea de pensamiento recogiendo el plástico que une latas. ES GIGANTE. Ocupa espacio. Se ve. Diría que pesa un poco, con lo que eso de que llegue una ráfaga de viento y lo lleve más allá de donde llega la vista es algo que veo complicado.
Recojo el dichoso plástico, y lo único que me aleja de un cabreo monumental es pensar en las imágenes que he visto en decenas de documentales, en las que una tortuga (por ejemplo) queda atrapada por este artilugio y sufre hasta que se lo consiguen quitar (si es que tiene la suerte de que pase por su lado del mar una barca con gente amigable que la vean y compartan mi toc por quitar basura y decidan ayudarla, claro).
Recojo esa basura porque pienso que nuestra casa (el planeta tierra, amiguis, no lo olvidemos), lo merece. Y también porque creo en el efecto mariposa. Ese que defiende que pequeñas acciones pueden generar grandes cambios.
También porque soy optimista con un punto de idealista: creo que si todos realizásemos pequeñas acciones que no cuestan nada, el mundo sería un lugar mejor. Y yo pongo mi granito de arena en lo que puedo, claro.
Es algo muy limitado y, seguramente, su efecto apenas puede notarse en el tamaño descomunal del mar. Pero me gusta pensar que, quizá esté salvando a 30 peces quitando esos pequeños plastiquitos que pueden confundir con comida. O que estoy evitando que esa cantidad de bolsas dañe un trocito de fondo marino. Sí, todavía queda mucha por recoger, pero yo he evitado que, quizá 30 cm, queden libres de porquería. Imaginaos, esto sólo en 10 minutos. Y sólo una persona. A mi, desde luego, me motiva para continuar. Y para que el enfado que me provoca muchas veces el no poder pasear tranquila por la orilla del mar, se mitigue. Y, por último, para soñar con el día en el que pueda pasear tranquilamente, sin tener que agacharme a recoger nada, porque la playa esté perfecta.
Y así, poder disfrutar sin interrupciones de la belleza más increíble que tenemos a nuestro alcance.
Y gratis.
Por supuesto, me refiero a LA BELLEZA de la naturaleza.
Gracias Leire. Por tu pequeña gran contribución. Por formar parte de ese efecto mariposa.
En mi caso, directamente no entiendo cómo alguien puede arrojar algo al suelo, esté en la naturaleza o en la ciudad. O desde una ventanilla del coche. No sé si esas personas piensan que hay gnomos que harán desaparecer sus desechos.
Gracias y disfruta de esos paseos (mejor si no te tienes que detener).